sábado, 20 de marzo de 2010

Bajon de Llanta

Aún nervioso, trataba de aparentar una increíble cojera que no me permitiera avanzar con ansiosa rapidez hacia el trabajo. El motivo: Faltar ese viernes para poder irme de parranda con la gente de la universidad. Yo había dejado la oportunidad de culminar mis estudios con los borrachosos amigos con los que empecé hace 5 años, lleno de orgías, tirada de peras, gileos, broncas, copiadera en los exámenes; y claro está, estudiar de vez en cuando.
El plan estaba totalmente estudiado, poner cara de dolor, con una mezcla de arrepentimiento por no poder trabajar, junto con padecimiento y una algarabía interna porque el plan daba resultado. Después, de haberme burlado en la cara de mi bonachón jefe, salí corriendo, mismo cobrador de combi, hacia el paradero para enrumbar a mi domicilio; mientras los ya sofocantes rayos de sol iluminaban el mediodía gris limeño de ese octubre nefasto.
La tarde pasó rápidamente, ya con la ropa idónea y el cabello totalmente desordenado, apresté a revisar lo que nunca debe faltar en la gaveta de un carro: cigarros, una lista de teléfonos de emergencia, un destapador, un vaso (para mezclar si tomas trago corto) y muchos condones. Mi carro que me había tomado el trabajo de lavarlo y encerarlo la noche anterior mientras ensayaba el discurso convencedor para mañana; un Datsun JNL710 del 77, quedó impecable para la consagración, para el inicio del holocausto que transcurría lentamente en esa madrugada de llovizna tímida que hay en Lima.
Era una noche estrellada y tímida que permitía a las audaces señoritas prepararse para el desfile de piernas que se apersonaba conforme pasaban las horas para el inicio de la diversión. Quería llegar temprano para dejar el carro en el mejor lugar posible y poder hacer la eterna cola para entrar a la discoteca. Desde esta posición ya es posible distinguir alguna cara conocida o por conocer conforme vaya pasando la noche. Hay que agradecer de antemano el efecto misericordioso que causa el alcoholo, sin él no habría esa extraña fuerza gregoriana que se apodera de nosotros, los hombres, para acercarse y mismo plan de un James Bond reprimido, atacar a la víctima, infestada por la bulla y por sortear con su dedo, aquel sujeto destinado a presionar con suavidad y firmeza los lienzos que se dibujan en su cintura.
Después de un improvisado discurso logré presionarlo contra la puerta del copiloto de mi carro, y tras arrancarle un desesperado (aguantado diría yo) beso, con sabor a chela y cigarros mentolados, pude recorrer instantáneamente por un momento la perfección de sus senos, esas piernas rollizas bien encaletadas bajo ese jean apretado a la calera que daba vueltas como un ciclón en la pista de la discoteca.
Espera, espera – murmuró ella.
Vamos a un lugar más privado, por Jesús María que vivo por ahí – balbuceando aún por los efectos del beso alcohólico que nos proporcionamos.
Perfecto dije – limpiando de manera cautelosa el parabrisa empañado del carro.
Salí presuroso con el carro, mismo corredor de rally N4, tomé la avenida Angamos hasta la Tomàs Marsano, rezando al Señor de Cachuy no cruzarme con ningún operativo alcoholemia. Vi el tacómetro invadiendo la zona peligrosa de 100 km/hora y cada vez la lluvia antipática de la nunca dormida Lima, avisaba el principio y fin de una desgracia, mientras mi pie cada vez más se hundía en el acelerador, ya sea por coronarse campeón esa noche o por el simple frenesí de sentir la velocidad en mi rostro; de pronto en la curva de República de Panamá entrando a la Vía Expresa, sucedió lo imprevisto…

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